En las obras de Badri Lomsianidze se percibe un profundo equilibrio entre el expresionismo y la pureza de las formas clásicas. El perfil renacentista de un rostro de mujer o la representación de un bodegón tradicional conviven con el trazo impulsivo y enérgico que impregna toda su producción. Son piezas únicas, experimentales, espontáneas, pero siempre bellas. El placer visual y sensorial es una premisa para el artista, que ha ido evolucionando hacia formas y materiales de trabajo cada vez más armoniosos: la incorporación de transparencias, mayor suavidad en la paleta de colores y, sobre todo, la presencia destacada de tejidos ligeros y delicados.
La utilización de recursos tan heterogéneos contribuye a la creación de una obra que se caracteriza por su pluralidad semántica y técnica, además de por su marcado carácter propio y reconocible. Por otro lado, la intimidad que envuelve todo su trabajo no impide que el inquietante universo del artista esté abierto a la imaginación del espectador.
El público se deja llevar por escenarios decadentes y personajes que no pertenecen a ningún tiempo o lugar, para construir una historia propia de la que desconoce el final.