Está visto que nos hemos globalizado por intereses económicos, cuando en realidad lo que necesitamos es trabajar unidos por fraternizar el mundo.
Por si fuera poco, el calvario de este mundo encerrado en sí mismo por las malditas haciendas, la pandemia de COVID-19 ha aumentado los desafíos y las desorientaciones, hasta el extremo que la respuesta que han dado los gobiernos no suelen cambiar las circunstancias subyacentes que dejaron vulnerables a millones de personas y tampoco mejoran su situación para enfrentar crisis futuras.
Evidentemente, nos falta autenticidad en las acciones y cercanía verdadera entre análogos.
Sea como fuere, no podemos continuar por más tiempo, con pasos que nos destrozan el corazón y tampoco podemos proseguir en la falsedad de la donación. Seguramente, tendremos que vencer el cansancio y reponer fuerzas colectivas, con acciones concretas para todos los continentes.
Tal vez lo prioritario del cambio sea, no poner el objetivo en la diosa fortuna, sino en la entrega de dar vida.
Concibamos, además, que nada se puede hacer en soledad, pero tampoco podemos sentirnos bien, sino acertamos a abrimos a los grandes ideales, que no es la acumulación de dinero, sino el acopio de sueños, que son los que nos hacen más llevaderos los días.
Por otra parte, quizás debamos oírnos más e impulsar liderazgos que trabajen para el desarrollo de todos, sí de toda la humanidad; puesto que, cuidar cada latido viviente, de algún modo es también protegernos a nosotros mismos.
En realidad, cada ser forma parte de ese verso interminable que conforma la vida, y que hemos de embellecerla, jamás destruirla.
Sin embargo, tenemos otro espíritu más frío y calculador, verdaderamente deshumanizante, egoísta a más no poder y sin proyección colectiva.
Esto requiere un cambio de cultura; y, por ello, la docencia tiene que también reencontrarse con sus programas de valores y principios, que ocupen el centro de los esfuerzos, si en verdad queremos alcanzar el objetivo mundial de que nadie quede rezagado en este hogar común.
De ahí, lo transcendente que es educar para unirse, no para fragmentarse, para adquirir conciencia de lo equitativo, sin obviar lo importante que es instruir en la igualdad para que no se pierda una sola alma por falta de labranza.
Ojalá borren las nuevas generaciones de sus andares el beneficio personal y pongan en camino, más que la devoción a don dinero, los buenos sentimientos que son los que nos unen para no estar solos nunca.
Indudablemente, la oportunidad de cuidar el horizonte que nos abraza, requiere de otros modos y maneras de convivir. Pensamos que el dinero lo resuelve todo y realmente es la moral la que nos hace fuertes.
Andamos viciados y débiles, porque hemos caído en la soberbia, en la ingratitud y en la envidia.
No podíamos caer más bajo. Hemos olvidado que nos necesitamos hermanados. Por eso, el único modo de eliminar los riesgos de destruirnos es acabar con la carrera armamentística.
Así de fácil y así de complicado, porque nosotros mismos batallamos por el negocio imperativo de la exclusión.
A estas alturas existenciales, deberíamos entender que todos nos requerimos de una forma u otra.
Ojalá surjan docentes, como esa educadora colombiana que ha dedicado más de veinte años a rescatar a niños y niñas explotados sexualmente, por cierto labor que ha sido reconocida recientemente por la Agencia de la ONU para los Refugiados.
Naturalmente, son estos referentes los que deben hacernos reflexionar sobre el contexto que nos hemos trazado.
Sin duda, no podemos continuar en la equivocación. Tampoco se trata de quedarnos solos, sino de aprender a sumar pulsos y a no apartar a nadie del camino viviente, endiosándonos mezquinamente.
Si hoy estamos más solos que nunca, es porque tenemos nuevas pobrezas. Por consiguiente, es totalmente falso que el mundo moderno haya reducido la miseria, nos cohabitan otras carencias, como el abandono de nuestros mayores, de aquellos que ya no nos sirven al no sernos útiles, o la de esos jóvenes a los que les impedimos realizarse mediante un trabajo decente para que puedan sustentar una nueva familia.
Desde luego, esto es una manera interesada de expresar que todo termina con nosotros, que solo cuentan nuestras ganancias personales.
En consecuencia, hoy el ser humano es más mísero que nunca, ha olvidado el vínculo que nos une a todos y que éste no entiende de interés alguno.
Así, bajo esta atmósfera de desdichas cultivadas por nosotros, difícilmente podremos estar radiantes; puesto que un ciudadano feliz no es el que más tiene, sino aquel que se siente más libre y actúa responsablemente.
Por desgracia, en el mundo de hoy, nos acorralan multitud de injusticias, precisamente por basarlo todo en las ganancias, aunque nos empobrezcamos como seres pensantes, por una mentalidad de miedo y desconfianza, que nos frena la puesta en valor de los derechos humanos.
El aislamiento, los recelos y la vacilación de tantos caminantes que se sienten marginados por un sistema, inhumano a más no poder, es lo que hace que se vaya creando un espacio injusto, desigual, fructífero para las oleadas más deshumanizantes que se hayan conocido.
Junto al COVID-19, ciertamente, tenemos otra epidemia típicamente contagiosa que, con una mística doctrinaria, crea lazos de sumisión y de esclavitud de la que es muy difícil librarse.
Deberíamos, pues, dignificarnos con otro tipo de cuidados más afectivos que monetarios, encontrando una efectiva respuesta a lo qué somos y a lo qué queremos ser, a lo qué vivimos y por lo qué vivimos.
En cualquier caso, hay derrotas que tienen más decencia que el laurel. También es verdad, que a lo mejor más vale estar en la ruta existencial solo, que toda una vida mal acompañado.
Seguramente, tengamos que poner más corazón para que la vida no nos deje y se vaya de nosotros.
Posiblemente, entonces, seamos esa piña que por propia naturaleza estamos llamados a conjugar con el hábitat.
Víctor Corcoba