En este país es evidente que algunos se empeñan en crispar a las personas y, por lo tanto, en irritar la opinión pública. Agua revuelta, ganancia de pescadores. Parece que todo su trabajo, conversaciones y pensamientos están centrados en buscar lo malo del otro, en zaherir no las ideas sino también a los individuos que las portan y su libertad. Se huye del diálogo razonable, de la búsqueda de los puntos comunes y los acuerdos, muchas veces con demagogias lamentables y elementales. No está de moda admitir un error, mucho menos pedir perdón, y suena a coña marinera conceder ese perdón de verdad.
Muchas cosas se hacen mal o, al menos, se podrían haber hecho mejor, pero de ahí a la descalificación total, al insulto, la grosería, la difamación, la murmuración y el juicio temerario hay un paso no pequeño. Corregir con elegancia y señorío es un bien que no está al alcance de todos. Pensar en la vida y los individuos en blanco y negro, en buenos y malos, en ángeles y demonios es como pretender que el sol gire alrededor de la tierra. ¡Qué sabio Tomás de Aquino cuando comenzaba sus disertaciones con un "distingamos"!: sentido común.
En mi opinión, es clave que muchos aprendan a defender sus ideas respetando al contrario (también cuando el contrario hace gala de argumentos poco inteligentes y demagogia barata). Hay una regla de oro del sentido común de la convivencia: debo tratar a los demás como me gustaría que me trataran a mí. Es posible "atacar" con respeto a quien se opone a nuestro razonamiento con ideas distintas. Y debemos no exasperarnos cuando el contrincante no da del todo su brazo a torcer.
Nos hace falta serenidad y tranquilidad, sentido común, el "distingamos" del Aquinate. ¿Quién pierde su dignidad, el que es insultado o el que insulta?, ¿quién limita realmente su libertad, el que intenta dialogar o el que desea imponer la solución única a los problemas?
Quizá, lo más lejano al sentido común en este terreno sea el cinismo, es decir, aquel -aquella- que miente o defiende posturas vituperables con desvergüenza. Curiosamente, el cínico es también el sucio, el que no se asea. Cínico es igual a puerco, en las ideas y en el cuerpo. Y hay cínicos en la derecha, en el centro y en la izquierda, demasiados. Cínicos que suman su defecto al que tienen algunas personas en medios de comunicación -prensa, radio, televisión, internet-, y lo transmiten como una pandemia a la sociedad. ¡Qué difícil es escuchar una conversación sobre política donde no se falte al respeto al adversario de partido!, ¡o en la que los argumentos sean inteligentes basados en datos fiables razonables, y no en mera especulación! Debemos pensar cuántas veces hemos usado el gran argumento de descalificar el contenido de las palabras porque no nos gusta el "look" la persona que las pronuncia…, o porque "es rojo" o "ya se sabe, es del PP". Tan sutiles y profundos atributos arrinconan la más elemental de las reglas: respetar al otro por la dignidad que tiene, exactamente igual a la de cada uno de nosotros, escuchar con atención lo que dice, sopesarlo, pensar que algo de cierto puede haber, e incluso, llegado el caso de tratarse de una memez soberana, que no hay por donde cogerla, merece nuestra misericordia y nuestro silencio.
Crispar es fácil, unir no lo es tanto. Crispar diciendo cínicamente que vamos a unir también es fácil, e intelectualmente nulo. Crispar insultando directamente "por ser vos quien sois", sin pararse a sopesar lo más mínimo, está tirado. La crispación no es de sentido común. Desgraciadamente, hoy, en la política y en la opinión pública es el menos común de los sentidos.