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Todos los hombres del Presidente

Por Silvia Saavedra

Recuerdo con nitidez la primera vez que vi “Todos los hombres del presidente”. Tenía doce años y una capacidad de asombro infinita que en gran proporción arrastro –algo más magullada- hasta hoy.

Siempre sentí una clara vocación hacia el mundo del derecho entrelazada con una marcada inquietud por las cuestiones políticas que me rodeaban. Pero aquella película, aquella película tenía un ingrediente que escapaba a lo que conocía.  Caló tan dentro de mí que hizo que se tambalearan todas las certezas que por entonces dibujaban esos horizontes que me moría por perseguir.

No puedo negar que puede que el dueto de unos magníficos Dustin Hoffman y Robert Redford en la cima de sus carreras ayudara a que me zambullera con abnegación en aquella fascinante historia. Una historia real, en la que dos hombres de carne y hueso, Berstein y Woodward, ponían en riesgo sus vidas – no para derrocar a un Gobierno corrupto únicamente por el placer de derrocarlo- si no para hacer emerger la verdad, para arrojar luz donde había sombra, para desvelar lo que no debía permanecer oculto: la manipulación, los abusos de poder, la injustica.

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Dos periodistas que, como David, se enfrentaron a una poderosa Administración como la de Nixon, en este caso, Goliat.

Desde aquel momento, el periodismo, se erigió como otra más de mis inquietudes, aunque, el devenir de mi biografía hizo que respetara el orden de llegada y consagrara mi vida al derecho y más tarde a la política.

Recientemente, hechos desafortunados, me han conducido a revisar y reflexionar sobre esa idea inmaculada y un tanto “paladinesca” que siempre he protegido y admirado sobre lo que entiendo como periodismo, no el bueno o el malo, si no “el periodismo”.  Y es que también he podido comprobar apenada que existe la vileza; las miserias personales; la búsqueda de réditos; el acopio de “méritos”; la carroña; los carroñeros; legiones de siervos que han tomado partido por un lado u otro como si de una religión demoníaca se tratase… Y resulta dramático porque la verdad no tiene lados, ni tampoco el periodismo puede ser llamado periodismo si no es libre, libre para obrar sin servidumbres, para gritar cuando le obligan a guardar silencio. Si nos presentan como noble algo innoble deberemos buscar otro nombre para impedir que se corrompa su esencia.

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Encuentro esperanza cuando me topo con jóvenes talentosos, llenos de bríos, de ganas de hacerse un hueco haciendo bien su trabajo, queriendo comerse el mundo con su teclado (y no a mordiscos)… en ese momento rezo para que, por el camino, no vendan su alma en alguna sección de local a cualquier Mefistófeles de baratillo.

Decía Kapucinski que “Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias.” Amén.

Tal vez todo se habría arreglado si hubiese visto primero “Chantaje en Broadway”.

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