La separación de poderes es el pilar fundamental de cualquier república moderna. En teoría, cada poder —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— debe funcionar con plena autonomía para garantizar el equilibrio democrático y evitar el abuso de poder. Sin embargo, en la práctica, esta independencia está cada vez más cuestionada, especialmente en países como España, donde el Ejecutivo parece tener un control casi absoluto sobre el Legislativo. ¿Estamos ante una democracia o ante una dictadura de facto?
El ideal de la república y sus tres poderes
En una república, el poder Ejecutivo administra la nación. En España, ese poder está encabezado por el Presidente del Gobierno, elegido por el Parlamento, aunque de forma indirecta por los ciudadanos. El poder Legislativo, por su parte, es el encargado de elaborar y aprobar leyes. Sus miembros, teóricamente, representan al pueblo. Y finalmente, el poder Judicial es el garante del cumplimiento de la ley y la Constitución, sirviendo como freno a los excesos de los otros dos.
La Constitución debería asegurar este equilibrio. El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional son los encargados de velar por la legalidad de las acciones gubernamentales, garantizando que ningún poder vulnere los principios fundamentales del Estado.
La cruda realidad del Parlamento español
Aunque en España el Congreso de los Diputados transmite sus sesiones en directo, mostrando un aparente ejercicio de transparencia, lo cierto es que se trata más de un espectáculo teatral que de un verdadero ejercicio deliberativo.
El sistema electoral por listas cerradas refuerza esta realidad. Los ciudadanos no eligen a los parlamentarios directamente, sino que votan a un partido político. Este partido, a través de su cúpula, decide qué nombres van en esas listas y en qué orden. De esta forma, el diputado no responde a sus votantes, sino al líder de su formación.
Además, el sistema D’Hondt, diseñado para garantizar representatividad proporcional, acaba beneficiando a los partidos minoritarios nacionalistas, que con pocos votos logran un número desproporcionado de escaños.
La disciplina de voto: el fin del debate real
El verdadero problema radica en la disciplina de voto. Las propuestas que vienen del partido de Gobierno se aprueban sin discusión, y las de la oposición se rechazan de forma sistemática. El debate parlamentario es puro teatro: las decisiones están tomadas de antemano. Lo que vemos en televisión —discursos, enfrentamientos, insultos, momentos virales— no influye en el resultado final.
La única ocasión en que una ley de la oposición es aprobada es cuando previamente ha sido pactada con el Ejecutivo. De este modo, el Parlamento deja de ser un contrapeso y se convierte en un mero instrumento del Gobierno.
El Ejecutivo controla al Legislativo: ¿dónde queda la democracia?
Cuando el partido en el Gobierno posee mayoría absoluta o cuenta con el respaldo sistemático de otros partidos, el control del Legislativo es total. El mismo partido redacta las leyes, las aprueba y las ejecuta. Es decir, el Ejecutivo y el Legislativo se fusionan en una única entidad con poder absoluto.
Esto supone una ruptura total del principio de separación de poderes, y se convierte en la antesala de un régimen autoritario. No es una exageración: en términos prácticos, se asemeja a una dictadura institucionalizada, donde todo se aprueba por orden de un único poder.
¿Y el Poder Judicial?
El único freno que queda es el Judicial. Sin embargo, el reciente intento del Gobierno de controlar el acceso a la carrera judicial —permitiendo que un 25% de los jueces y fiscales accedan sin oposición—, unido a los continuos ataques al Tribunal Supremo o al CGPJ, pone en grave peligro esa última línea de defensa.
El Ejecutivo no solo legisla y ejecuta, sino que también busca condicionar a los jueces, interfiriendo en su independencia y debilitando la democracia desde dentro.
Conclusión: la democracia en peligro
La separación de poderes es hoy en día más un mito que una realidad en España. El Ejecutivo domina el Legislativo y pretende someter al Judicial. Esta deriva autoritaria amenaza con destruir los cimientos democráticos del Estado.
Es urgente que la ciudadanía recupere el control sobre sus instituciones, exigiendo transparencia, independencia real y mecanismos que garanticen el equilibrio de poderes. Sin eso, la república no es más que una fachada. Una dictadura encubierta bajo el barniz del voto cada cuatro años.