Los mensajes revelados por El Mundo no son simples intercambios personales entre un presidente y su ministro caído en desgracia. Son, en realidad, la conversación privada entre dos capos de una misma organización, donde lo único que importa es proteger la estructura del poder, no la verdad ni la justicia. Pedro Sánchez y José Luis Ábalos no discuten sobre el bien común, discuten sobre cómo tapar sus miserias mientras intentan salvar sus propios pellejos.
El presidente, lejos de mostrarse como un estadista, se comporta como el jefe de una red clientelar: presiona, manipula y amenaza desde la sombra, utilizando WhatsApp como si fuera el canal de una estructura mafiosa. No busca esclarecer nada, solo controlar los daños, silenciar al socio incómodo y dejar claro que quien se mueve sin su permiso, paga las consecuencias. Lo de Ábalos no es traición: es ajuste de cuentas entre delincuentes que han compartido demasiados secretos.
Estos mensajes confirman lo que millones de españoles ya intuían: España no está gobernada por un proyecto político, sino por una maquinaria de poder podrida, donde cada figura es intercambiable, cada escándalo negociable y cada crimen potencial, encubrible. Sánchez no es un político; es el rostro visible de una organización que opera con la lógica de una mafia: fidelidad absoluta, silencio obligatorio y castigo ejemplar al que desobedece.
Lo verdaderamente obsceno no es que Sánchez haya utilizado a Ábalos como peón, sino que durante años ambos formaron parte del mismo sistema corrupto, ese que reparte cargos, compra voluntades, destroza reputaciones y utiliza al Estado como si fuera una propiedad privada. Los mensajes no retratan una ruptura: retratan la lógica interna de una mafia incrustada en el poder.
Y como toda mafia, no cae por dignidad, sino cuando ya no puede sostener su mentira. Este puede ser el principio del derrumbe. Y no por justicia, sino porque ya no pueden ocultar la basura bajo la alfombra