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Rodríguez y las mujeres

Jorge Bustos

Las feministas de este país quieren mucho al presidente Rodríguez porque a partir de ahora están exentas de la gravosa tarea de acreditar méritos mentales para ascender. “¿Títulos? ¡Oiga, que soy mujer!”, dirán próximamente, muy ofendidas, nuestras secretarias de Estado y nuestras consejeras delegadas. Con la nueva Ley de Igualdad de Rodríguez, de cien mujeres inteligentes que aspiren a otros tantos cargos sólo podrán acceder cincuenta, porque la otra mitad ha de coparla por ley el sexo opuesto, así se trate de una colección de lechoncetes. Esta tiranía de la cuota, si la miramos con ojos primaverales, esconde en el fondo un canto de alabanza a la generación humana, una celebración edénica de los sexos en sazón, como la venus emergente de Botticelli. Hay voces muy críticas con Rodríguez, pero es porque lo juzgan desde parámetros equivocados: Rodríguez no es un político ni un intelectual o cosa parecida, sino algo como un estudiante de publicidad haciendo pellas en clase de madurez, y un gran aficionado a Botticelli.

Nosotros no entendemos el júbilo victorioso de las feministas. Si a mí me dan un sobresaliente por ser mi padre amigo del catedrático, no digo que lo rechazara -tampoco es plan, oigan-, pero por lo menos no iría presumiendo y festejando alborotadamente tan apócrifo reconocimiento. En cambio, las feministas esperaban a Rodríguez a la salida del Congreso para entonar loas a la feminidad del presidente. Rodríguez, muy ufano, sonreía y lanzaba a diestra y a siniestra su famosa mejilla, briosa máquina de recolectar ósculos. Hasta su venida, las mujeres vivían oprimidas en este país, pero él ha dicho que su ley "transformará para bien y radicalmente la sociedad", resarciendo a las mujeres de su milenaria esclavitud y derogando "cualquier dominación de los ciudadanos". Algunos estudiosos afirman incluso que la ley tiene la virtud de convertir las piedras en pan, pero este último extremo no hemos logrado verificarlo todavía.

Llamar ‘igualdad’ a la ‘paridad’ es como llamar austeros a los mendigos. Obtener un cargo de cuota no hace a las mujeres más iguales, sino más sospechosas. Hablar de ‘discriminación positiva’ es como hablar de gulag paradisíaco: o discriminación, o positiva. Sus defensores, que son bien conscientes de la injusta asimetría que propugnan -de ahí que traten de atemperar el clamoroso sustantivo con el epíteto de ‘positiva’-, se justifican aduciendo que la opresión histórica sufrida por las mujeres bien vale una corrección al alza. O sea, enderecemos la injusticia con otra injusticia. ¿No habrá método mejor? ¿No estarán más orgullosas las féminas si en sus tarjetas de altas ejecutivas o de ministras del ramo figuran verdaderamente las credenciales biográficas de su esfuerzo y aptitud? Claro que una no puede montarse en un prestigio metalizado, y en cambio un Mercedes oficial te lleva a los sitios la mar de cómoda y sin multas.

Rodríguez todo esto ni siquiera lo vislumbra. Él, que sí cursó atentamente la asignatura troncal de Demagogia Publicitaria I, II y III, da por amortizada la medida con los votos de las feministas el año que viene, y con sus besos también.

A la postre, las mujeres que se estimen a sí mismas repudiarán la picaresca que fomentará esta ley. De los atajos sólo se alegran los tramposos, o los incapaces.

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