La normalización institucional en Cataluña sigue causando escozor en los sectores más radicalizados del independentismo. El último episodio ha sido la decisión del presidente de la Generalitat, Salvador Illa, de izar la bandera de España en la Casa dels Canonges, la residencia oficial del presidente autonómico.
Un gesto que, más allá de su simbolismo, responde simplemente al cumplimiento de la legalidad vigente, pero que ha despertado una airada reacción del expresidente Carles Puigdemont, que lo ha calificado de “provocación”.
Desde su autoexilio en Bélgica, Puigdemont ha arremetido duramente contra Illa, acusándolo de “humillar al pueblo catalán” por haber izado la enseña nacional junto a la senyera catalana. La reacción evidencia, una vez más, que el líder de Junts sigue atrapado en el discurso de confrontación que marcó su etapa al frente del Govern y que lo llevó a huir de España tras el intento fallido de independencia en 2017.
En su imaginario, cualquier gesto de institucionalidad que recuerde la pertenencia de Cataluña al Estado español es visto como una amenaza.
Sin embargo, más allá del ruido político, lo cierto es que Illa no ha hecho otra cosa que restablecer la legalidad. La Ley 39/1981 obliga a que en todos los edificios públicos, incluida la sede del Govern, ondee la bandera de España junto a la autonómica correspondiente.
Puigdemont ordenó retirar la bandera de España en 2016
Que durante ocho años este precepto se haya ignorado en la residencia oficial del presidente catalán no deja de ser un escándalo democrático. La retirada de la bandera en 2016 fue una decisión unilateral de Puigdemont que rompía con las reglas del juego y usurpaba las instituciones para ponerlas al servicio de una causa política concreta: la del secesionismo.
Esa lógica excluyente, que convirtió a las instituciones catalanas en un brazo del proyecto independentista, dejó fuera de la representación institucional a millones de catalanes que se sienten también españoles.
Frente a esa deriva, el gesto de Salvador Illa es mucho más que una restitución simbólica: es una declaración de principios, una forma de decir que la Generalitat pertenece a todos los catalanes, no solo a quienes sueñan con la independencia.
Además, la acción tiene un valor político y cívico en un momento clave. Tras años de fractura social, de referendos ilegales, de sentencias judiciales y de polarización extrema, Cataluña necesita reconciliación y convivencia. Illa, al asumir el cargo, prometió gobernar para todos y devolver el prestigio institucional a la Generalitat,a pesar de otras decisiones controvertidas. Este tipo de decisiones coherentes con el marco constitucional ayudan a reconstruir puentes, no a dinamitarlos como sugieren algunos.
Es importante subrayar que la reacción de Puigdemont a la colocación de la bandera de España, no representa a toda la sociedad catalana, ni siquiera a todo el espectro independentista.
Cada vez son más las voces en Cataluña —tanto del ámbito político como del civil— que reconocen la necesidad de pasar página y dejar atrás los símbolos de la confrontación. La política debe recuperar el terreno que perdió frente al fanatismo y la unilateralidad. Y para ello, volver a respetar las normas básicas de convivencia es un primer paso imprescindible.
Por otro lado, conviene recordar que las instituciones no deben actuar según las emociones o preferencias ideológicas de quien las ocupa temporalmente. La Generalitat no es patrimonio de un partido ni de una causa, sino de todos los ciudadanos.
La bandera de España, al igual que la catalana, simboliza esa pluralidad, esa convivencia entre identidades que ha caracterizado históricamente a Cataluña. Su ausencia no era neutralidad: era una imposición ideológica en la era de Puigdemont.
Y aún más importante: su restitución no supone una provocación, como intenta presentar Puigdemont, sino una señal de respeto a la legalidad democrática. Porque en democracia, las leyes se cumplen.
El líder de Junts parece haber olvidado esta premisa básica al seguir alentando, desde el extranjero, un discurso de desobediencia y victimismo que ya ha demostrado ser estéril.
La reacción de Salvador Illa, en contraste, ha sido prudente y firme. El presidente ha recordado que su decisión responde únicamente a su compromiso con el marco legal, y que no busca provocar ni ofender a nadie. “Cataluña es una comunidad autónoma de España, y eso debe reflejarse también en sus instituciones”, afirmó recientemente. Estas palabras, sensatas y moderadas, contrastan con la actitud incendiaria de su antecesor.
A nadie se le escapa que esta cuestión, aparentemente simbólica, tiene repercusiones políticas más profundas. La Generalitat ha sido durante años un bastión del relato independentista, y gestos como este revelan un cambio de rumbo.
No es casual que el retorno de la bandera nacional se produzca ahora, cuando el gobierno catalán busca también recuperar relaciones institucionales con Madrid y proyectar una imagen de estabilidad frente a Europa.
En definitiva, el gesto de Illa, por sencillo que parezca, representa una apuesta valiente por la normalización política y el respeto a la pluralidad. Frente a la reacción airada por la bandera de España de Puigdemont, lo que necesita Cataluña es recuperar la serenidad, la institucionalidad y el sentido común.