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Por Marrakech

Marrakech y nada especial que hacer. Dejarse llevar por lo que surja. Callejear, tirarme en las terrazas a leer, a mirar; sobre todo a mirar, escondido desde cualquier rincón de la circense plaza de los decapitados: Djemba el-Fna, pues el libro que he traído, de Schopenhauer, no pega con el clima.

Marrakech es, también, una ciudad de desbordamientos, de fiestas a todo trapo donde casi todo vale, de fiestas privadas permitidas por la dictadura ya que suponen divisa fresca en abundancia. Un amigo, superviviente de la movida, me ofreció unos teléfonos y direcciones de viejos conocidos que andaban por allí. Entre mi no excesivo interés y las prisas del último momento se quedaron en Madrid. Me apetecía un viaje con un poco de autista y un mucho de voyeur. Venía bien preparado con mis prismáticos, pequeños pero potentes, y mi cara de despistado. Busqué el lugar adecuado incumpliendo la máxima del viajero de no ir a locales para turistas, ya que lo interesante siempre está fuera. Me metí en un café de tres plantas: precio más alto, comida internacional y una perfecta terraza en lo alto desde donde se puede ver toda la plaza hasta la Mezquita, y a una altura en la que no era molesto el continuo paso de gente entre el jugoso objetivo y yo; además, no llamaba la atención.

Espiaba las evoluciones de los encantadores de serpientes, con unas cobras preciosas, los menudeos del hachís, los puestos de zumo de naranja recién exprimido, los vendedores de ungüentos que explicaban sus beneficios sobre una lámina anatómica, al energúmeno sentado con varias bandejas llenas de dientes, tenaza en mano, con la que enganchaba una muela para la foto del turista mientras pedía veinte euros por ser retratado. Era fácil distinguir a los turistas que llegaban por primera vez a la plaza y al mercado de los que ya llevaban unos días. Se les veía alucinados por el bullir, la mezcla de olores, de sonidos. Todo un maravilloso caos.

Al atardecer, abandonaba mi refugio, siempre después de la imagen del día: los ciegos que durante todo el día vagabundeaban por el laberinto de los zocos pidiendo limosna, se reunían en una esquina de la plaza y sentados en sillas colocadas en fila -llegue a contar hasta once-, entonaban una letanía que parecía de purgatorio mientras golpeaban rítmicamente el bastón contra el suelo y agitaban con la otra mano la taza metálica con las monedas. Era una reunión dura y esperpéntica, una imagen digna de un Goya morisco que mezclaba en su contemplación un morbo insano por mirarlos y la sensación de ser todo un cabrón. Un Luces de Bohemia sin la necesidad de los espejos del Callejón del Gato, ciegos enturbantados sin lazarillo ni Madame Collet.

Menos gente y menos calor. Era la hora ideal para ir a perderse entre las tiendas. Los vendedores, ya cansados, estaban más relajados en su afán. Comprar unos pastelillos pegajosos por la miel, en un puesto lleno de moscas, y perderme con ellos por el laberinto hasta que caía el telón de la noche era mi último plan.

 

 

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