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La florentinización de Gallardón

Jorge Bustos

Gallardón está florentinizado. ¿Quién lo desflorentinizará? El desflorentinizador que lo desflorentinice… ¡buen deflorentinizador será!

El refrán es de nuevo cuño, pero no se cae de la boca ni de madrileños ni de madridistas. La afición y la ciudadanía asisten perplejas a la acelerada germinación de la semilla florentinizante en las entendederas de Alberto Ruiz-Gallardón. Vaya por delante que uno opina que Gallardón es, de lejos, el político más brillante de España. Últimamente me ha tocado cubrir unos cuantos eventos en los que él era el protagonista -Gallardón siempre es el protagonista-; ya saben, inauguraciones o presentaciones de esas que traen atril y micrófono. Pues bien: no es que Gallardón haya nacido para los atriles, es que los atriles encuentran su realización personal cuando se les sube encima Gallardón. Quiero decir que no conozco otro político capaz de pronunciar un discurso de 30 minutos sin dejar de mirar en ningún momento al público (o sea, sin papel); sin un solo error sintáctico; sin una sola pausa que no venga determinada por las leyes de la retórica romana; y sin perder nunca el hilo del enhebrado de tópicos. Decir tópicos de forma brillante es la meta del buen político; Gallardón es mejor porque no se cree ni uno sólo de sus tópicos, pero trabaja para hacerlos creíbles.

El problema es que ha sido infectado por el virus posmoderno del culto a la imagen. Da igual que presente una olimpiada escolar que un vivero de madroños; escolares y jardineros le oirán decir inevitablemente que "Madrid debe proyectar su imagen de ciudad moderna en todo el mundo" y tal. Si sólo fuera hablar, bueno; pero es que su complejo galáctico conlleva gastar mucho dinero en publicidad, marketing y promociones que están bien para reír las gracias a modistos famosos pero que no ayudan a mejorar el barrio. Verbigracia, el otro día leí en internet un comentario demoledoramente certero de una cibernauta llamada María. María comentaba una noticia que explicaba un fastuoso desembolso en concepto de diseño de camisetas pintadas por sastres conspicuos tipo Davidelfín para hacer de Madrid una ciudad internacionalmente pija, pues al parecer ahora sólo lo es de puertas adentro y sin la intensidad exigible. El comentario de María constituía todo un ejemplo de sentido práctico femenino: “Me gustaría saber: 1. Cuánto hemos pagado por estas camisetas. 2. Qué empresas han intervenido. 3. Si las arcas y los presupuestos de nuestra ciudad no están ya lo suficientemente tocados como para permitirnos estos lujos innecesarios. 4. Por qué no se invierte un poquito más en transporte público y en seguridad". Ni Churchill, oigan.

A lo mejor todo es culpa de las camisetas, que es una prenda maldita como la momia de Tutankamón. Porque cuando Florentino se puso a fichar camisetas en vez de jugadores, la cosa empezó a torcerse. Lo que hay que entender es que lo de fomentar la imagen está muy bien cuando la moto que tratamos de vender vale más o menos lo que decimos que vale. Pero la posmodernidad es una religión, y la publicidad su sacerdocio que nos enseña a aceptar la mentira desde pequeñitos. Confiemos en que la alergia primaveral aborte el desarrollo del virus y que el alcalde se gaste el dinero en poner a punto el cuerpo de la ciudad para luego vestirle la camiseta, y no al revés.

 

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