Soy un español por devoción y arraigadas convicciones, nada de azares y circunstancias me han condenado a ser y disfrutar de esta incuestionable condición, para mí se trata de un motivo de incontestable honra y distinción. He nacido en España y estoy agradecido a Dios por ello.
Pero, precisamente por esta poderosa razón, puedo manifestar mi profundo dolor, mi hondo pesar y mi amargura por sufrir el estado de desecho en el que se ha convertido mi Patria –con mayúscula–. Cada día siento más asco y repugnancia por el cruel esperpento ante el cual asisto con enorme impotencia y sentida tristeza.
Hay que no tener moral para aceptar tanto exceso y bazofia política. No hay por dónde mirar sin que nos tropecemos con un auténtico drama nacional. Sin embargo, para mayor gravedad de la situación, la indolencia, la indiferencia y la flojera moral campan a sus anchas en el solar hispano.
La desidia, la apatía y la dejadez se han instalado con éxito en la vida cotidiana de los españoles, sin remisión, sin perdón y, por tanto, sin absolución. Por nuestra pachorra, gandulería, haraganería y pereza confesa y contrastada, pese a tanta estulticia, necedad y sandez exhibida de manera impune, descarada y repugnante, nos merecemos lo que está ocurriendo, con toda la deshonra posible y todo el desprestigio generado.
España, difamada, desacreditada, injuriada y ultrajada, como no soy capaz de recordar, se debate en un escenario en el que se representa una tragicomedia de pésimo gusto y de la peor factura posible. El estado democrático, social y de derecho, constitucionalmente proclamado, se ha convertido en un lodazal y un auténtico estercolero. Es tanto mi hartazgo, repulsión, aborrecimiento, repugnancia y disgusto que ya he perdido toda aptitud para la nausea y la arcada.
¿Dónde está el imperio de la ley? ¿Qué ha sido de la división de poderes? ¿Quién ha secuestrado la soberanía popular? ¿Dónde o en qué reside nuestra soberanía nacional? Todo parece una maldita pesadilla desasosegante, angustiosa, acongojante. Les confieso, sin ningún tipo de exceso o grandilocuencia, que mi inquietud, zozobra e intranquilidad es máxima.
Mi pretensión, ambiciosa sin duda, no es infundirles temor o miedo, es despertar conciencias aletargadas, adormecidas, amodorradas y atontadas. En otras palabras, anonadadas, pero no por estar desconcertados o abrumados, sino por estar reducidas a la nada más absoluta.
Amo con todo mi ser y todo mi corazón a mi Patria –con mayúscula– y, aunque suene pedante y excesivo, les puedo garantizar sin ningún remordimiento que hoy me duele España. Es un dolor lacerante, profundo, penoso y punzante en lo más profundo de mí ser. Es permanente, intenso y ardiente. Es, sencillamente, espontáneo.
Como decía el sobresaliente escritor uruguayo, Mario Benedetti: “Procuro ser la mano que levanta al caído y no ser el pie que lo hunde”. Mis palabras, también mis actos que, al fin y al cabo es lo que nos define, no son meramente descriptivas, son el eco sonoro de mi compromiso personal, de mi responsabilidad y obligación individual, y del cumplimiento de un deber social con mis compatriotas.
No puedo estar plácidamente instalado en mi sillón mientras todo se desvanece y diluye, todo se desmorona y se destruye, a causa de la negligencia, la incompetencia, la irresponsabilidad, la inutilidad o la ineptitud, cuando no por la maldad y perversidad, la vileza e iniquidad, de quienes tienen la sacrosanta obligación de velar por el bien común y el bienestar de la comunidad. Comunidad entendida como conjunto y no como simple suma de individuos particulares. El desarrollo y el progreso integral, la prosperidad y la bonanza general deben ser los grandes retos que afrontar.
Soy un patriota con alma y voluntad de ser español de bien, de ser un ciudadano comprometido con mi Patria –con mayúscula–. Por todo ello padezco, sufro y peno dolorosamente por cuanto veo y observo. España se encuentra en gravísimo trance de desaparecer como unidad de destino, se ha convertido en una federación de aldeas autonómicas de perspectivas truferas, es decir, tribus que se miran el ombligo y que están apegadas al terruño, sin tener una visión conjunta y compartida.
La mezquindad, por su falta de generosidad y nobleza, preside las relaciones tribales entre españoles. Somos catalanes o vascos, gallegos o valencianos, baleares o canarios, antes que españoles. Así es imposible que triunfe la armonía, el equilibrio y la estabilidad para garantizar y alcanzar el avance social general.
Por el contrario, se yergue exitoso y triunfante la desigualdad, el desequilibrio y la discrepancia. La divergencia y la disparidad acrecientan las diferencias entre los españoles. Y muchos no son conscientes y los que lo son se convierten en consentidores de tanta idiotez, memez, sandez e imbecilidad autoproclamada.
Nuestro ínclito presidente, rehén de sus tropas mercenarias, acompañado por sus chicos del coro, es el máximo responsable del caos, el desorden y el desgobierno en el que nos hayamos sumidos. Le da lo mismo Juana que su hermana, carne que pescado, mientras siga aposentando sus republicanas posaderas en la poltrona. Lo que no sabe es que es un príncipe destronado, sin crédito y reconocimiento, dada su personalidad narcisista y engreída, soberbia y altiva, desvergonzada y sectaria. Él es el auténtico artífice de la demolición, derribo y ruina de nuestro estado de derecho.
Desde estas líneas, sin complejos ni gazmoñería impropia, les puedo asegurar que su talante, que no su talento, es el de caminar o reventar. No habrá Ley de Presupuestos Generales del Estado de 2025, tampoco habrá un adelanto electoral. No sueñen con ello, por eso aunque sea arrastrándose y rindiéndose a las exigencias de sus cómplices llegará hasta la convocatoria electoral ordinaria de 2027.
Mientras, el estado social y de derecho será una auténtica quimera, una declaración de intenciones sin más recorrido. Se ha implantado un estado de desecho en el que el presidencialismo de Pedro Sánchez, de espaldas a las Cortes Generales, a golpe de decreto, presenta su lado más totalitario y antidemocrático. En la próxima ocasión les hablaré del gobierno del todavía Reino de España. Hasta entonces reciban un cordial saludo.
Autor: José María Nieto Vigil, doctor en Filosofía y Letras