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El ruido y la furia

Pablo de Santiago

En unos pocos años Madrid ha pasado de ser una simple capital europea a convertirse en una gran metrópoli moderna. Hay muchas ventajas en ello, pero también nos obliga a sobrellevar molestas desventajas. Una de ellas es el puñetero ruido que nos invade. Y el claxon se lleva el primer premio. En un cruce por el que paso todas las mañanas siempre encuentro la misma situación: listillos que dejan su coche justo en medio del cruce, cortando el paso a los coches que circulan transversalmente, todo por unas absurdas ganas de avanzar, ¿cuánto?, ¿dos, tres metros? El claxon entonces se hace dueño de la calle, y el peatón no puede hacer otra cosa que mirar con desprecio a quien provoca tal insensatez y pensar: "Madrid está completamente llena de imbéciles".

Entiéndase bien. Uno puede comprender que el claxon se use en determinadas circunstancias -cuando hay que advertir de un peligro, de un olvido, de un posible choque, etc.-, lo que ya no entra en una cabeza normalmente desa-rrollada es que, cuando no hay absolutamente ninguna posibilidad de que el sonido del claxon logre su objetivo o simplemente evapore los coches que uno tiene delante, el oligofrénico de turno siga invadiendo la calle con sus problemas mentales en forma de decibelios mientras aprieta el botoncito mágico. Tengo un amigo que un día no pudo más, simplemente llegó al límite. Caminaba por la misma calle de la que hablo y el claxon de un coche situado en medio de una fila interminable de vehículos empezó a sonar con insistencia. Mi amigo, en un arranque de sentido común mezclado con una furia nada común, se acercó a la ventanilla del coche y mirando al conductor, a escasa distancia de su cara, pegó el berrido más brutal, desagradable, largo, ensordecedor, que supo expulsar de su garganta. Se hizo un silencio absoluto dentro del coche. Al conductor le entró pánico, y por un momento toda la calle quedó vacía de sonido. Desde entonces, cuando cualquier idiota hace sonar su claxon absurdamente, mi amigo el peatón sigue repitiendo su terapia: se acerca a la ventanilla del corto mental y le responde con la misma moneda. Y claro, se hace el silencio. Desgraciadamente, parece que es la única manera de hacerse entender. En realidad, en Madrid seguimos siendo unos cromañones.

Pero, ojo, no creamos que esto del ruido es cosa de desalmados, de niñatos y tal y tal. Para nada. Hace unos días diversos agentes de la policía nacional protestaron por no sé qué leche del salario (cosa muy lógica y razonable, por otra parte) y para lograr su fin se concentraron en la calle Miguel Ángel y decidieron putear a los demás. Así de sencillo. Era un día de trabajo, hacia las cuatro de la tarde. ¿Y cómo se divertían los policías mientras reivindicaban su postura? Pues muy fácil, sembrando la calle de petardos. Provocando explosiones en medio de la acera por donde caminaban como borrachos, con los consiguientes sustos repentinos para todos los viandantes. Eran exactamente igual de oligofrénicos que los del claxon. Y yo me pregunto: si un pobre psicópata se pusiera a hacer la misma gamberrada, ¿no sería la poli quien le parara los pies? En fin, aquel día, tras varios sobresaltos, tuve que modificar mi trayecto habitual mientras me acordaba de la madre de esos policías y deseaba con toda mi alma que no les subieran el sueldo ni un miserable euro. En fin, que lo mejor es ir en metro.
 

 

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