El ascenso del nazismo en Europa en la primera mitad del siglo XX no fue un fenómeno aislado. Las circunstancias que llevaron al crecimiento de esta ideología se arraigaron en una crisis política, económica y social que sacudió al continente después de la Primera Guerra Mundial.
El descontento generalizado, el desempleo masivo y la percepción de que los gobiernos eran corruptos y alejados de las preocupaciones del pueblo crearon un entorno propicio para la aparición de figuras autoritarias.
Movimientos políticos populistas y fascistas, liderados por figuras carismáticas, aprovecharon la desesperación para impulsar sus agendas, consolidando su poder mediante el control de la narrativa, tanto en la prensa como en la política. Se trató de una coyuntura de desorden y colapso institucional que empujó a la sociedad hacia soluciones extremas.
En la actualidad, los paralelismos con el periodo entre guerras son cada vez más evidentes. La sociedad occidental vive un momento de desconcierto, marcado por el desencanto hacia los gobiernos y una creciente sensación de impotencia entre los ciudadanos.
Las crisis económicas, la desigualdad creciente, la erosión de la confianza en las instituciones judiciales y la percepción de que los políticos están más interesados en su propio bienestar que en el de la gente, generan un terreno fértil para el surgimiento de movimientos populistas y autoritarios.
Estos líderes ofrecen soluciones simples a problemas complejos, apoyados en discursos nacionalistas y de exclusión. Esta situación ha permitido que en países como Alemania, Austria, Francia y otros más, los partidos nacionalistas vuelvan a tomar relevancia en el panorama político.
La sensación de injusticia y la falta de respuesta efectiva por parte de los gobiernos en situaciones de crisis sanitaria, como la pandemia del COVID-19, han exacerbado el descontento. Las decisiones tomadas sin consultar al pueblo han generado una creciente desconfianza en las clases dirigentes.
La falta de transparencia en la gestión de la pandemia y la sensación de que las élites toman decisiones sin considerar el impacto en la ciudadanía ha sido una constante en los últimos años. Las políticas de confinamiento, el control de los medios y la manipulación de la información han creado un clima de sospecha y malestar.
Estos factores han alimentado la idea de que los gobiernos son corruptos y están más interesados en mantener su poder que en solucionar los problemas reales.
En la década de 1920, tras la devastación de la Primera Guerra Mundial, Europa enfrentó una crisis económica sin precedentes. El desempleo alcanzó niveles alarmantes y la inflación se disparó, especialmente en países como Alemania. El Tratado de Versalles, que impuso severas sanciones económicas a Alemania, exacerbó las tensiones sociales y políticas.
Las clases dirigentes parecían incapaces de ofrecer soluciones, lo que llevó a muchos ciudadanos a buscar respuestas en movimientos radicales. El nazismo, con su retórica de culpa y odio hacia minorías, ofreció una narrativa clara y sencilla para explicar la miseria de la nación.
Este relato fue abrazado por millones, que veían en Hitler a un líder que podía devolver el orgullo y la estabilidad a una Alemania humillada. En la actualidad, la crisis económica de 2008, seguida por la recesión global y, más recientemente, la pandemia, ha tenido un efecto similar en muchas sociedades occidentales.
El desempleo, la precariedad laboral y la creciente desigualdad han generado un clima de insatisfacción y desconfianza hacia las élites políticas. Al igual que en la década de 1920, las respuestas de los gobiernos parecen insuficientes o incluso contraproducentes, lo que ha llevado a un resurgimiento de los movimientos nacionalistas y populistas en países como Francia, Italia y Austria.
Estos partidos, al igual que el nazismo en su momento, capitalizan el miedo y la incertidumbre de la población, ofreciendo soluciones simplistas a problemas complejos. La corrupción y la influencia de potencias extranjeras en la política interna de las naciones occidentales también encuentran ecos en la historia.
En la década de 1930, el financiamiento y apoyo de potencias como Italia y Alemania a movimientos fascistas en otros países europeos fue clave para la expansión de esta ideología.
Hoy en día, países como Marruecos, Qatar y otros actores internacionales son acusados de influir en la política interna de naciones europeas a través de la financiación de partidos políticos y campañas de propaganda. Este tipo de injerencia genera una sensación de que la política está al servicio de intereses externos, alejando aún más a los ciudadanos de sus representantes.
Las tensiones entre potencias globales como Rusia y China, que buscan ampliar su influencia en el escenario mundial, también recuerdan los enfrentamientos entre las potencias europeas de la primera mitad del siglo XX.
El expansionismo de Rusia en Ucrania y la creciente prepotencia de China en el Mar de China Meridional han creado un clima de confrontación geopolítica que pone en riesgo la estabilidad global. Estos conflictos, al igual que en el pasado, pueden llevar a una escalada de tensiones que desemboquen en enfrentamientos más graves.
La política internacional se vuelve, una vez más, un juego de poder entre grandes naciones, mientras los ciudadanos ven cómo sus gobiernos parecen impotentes ante las decisiones de las potencias.
El narcotráfico y su poder en las clases dirigentes es otro de los elementos que se puede comparar con el auge de los regímenes autoritarios en el siglo XX. En muchos países, los narcotraficantes han logrado infiltrarse en las estructuras de poder, utilizando el dinero de la droga para corromper a jueces, policías y políticos.
Esto genera un clima de impunidad y desconfianza en las instituciones, lo que debilita aún más el tejido social y facilita el surgimiento de movimientos autoritarios que prometen restaurar el orden. La presencia del narcotráfico en la política, al igual que la influencia de las mafias en la Italia de Mussolini, pone en riesgo la democracia y la justicia.
La justicia, en muchas naciones occidentales, se enfrenta a un desafío sin precedentes. El desorden moral y la falta de respuesta eficaz a los crímenes de corrupción y narcotráfico generan una sensación de que las instituciones están al servicio de las élites y no de los ciudadanos.
En la Alemania de la década de 1920, la debilidad del sistema judicial fue una de las razones por las que los nazis lograron consolidar su poder. La falta de justicia y la sensación de impunidad permitieron que los nazis actuaran con total libertad, utilizando la violencia y la intimidación para acallar a sus oponentes.
En la actualidad, la corrupción política y la influencia del narcotráfico en las instituciones judiciales generan un clima similar, en el que los ciudadanos sienten que la justicia no está de su lado.
El poder de la prensa y su manipulación por parte de los regímenes autoritarios es otro de los paralelismos entre el nazismo y los movimientos populistas actuales. En la década de 1930, los nazis se valieron de la prensa para controlar la narrativa y difundir su ideología. La propaganda fue una herramienta clave para consolidar su poder y mantener a la población bajo su control.
En la actualidad, el control de la prensa y la manipulación de la información por parte de los gobiernos y los grandes grupos económicos es una preocupación creciente. La censura y la desinformación generan un clima de confusión y desconfianza, lo que facilita el surgimiento de movimientos autoritarios que prometen restablecer el orden.
La situación actual en Occidente presenta muchas similitudes con el periodo entre guerras que dio lugar al auge del nazismo. La crisis económica, la corrupción, el desorden judicial y la manipulación de la información son elementos que han facilitado el surgimiento de movimientos populistas y autoritarios en países como Alemania, Austria, Francia y otros.
Estos movimientos, al igual que el nazismo en su momento, capitalizan el miedo y la incertidumbre de la población, ofreciendo soluciones simplistas a problemas complejos. El reto para las sociedades occidentales es evitar repetir los errores del pasado y encontrar formas de restaurar la confianza en las instituciones antes de que los radicalismos vuelvan a tomar el control.