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El canon preventivo de la SGAE

Jorge Bustos

Los genios incomprendidos de la SGAE, ya que no logran sobrevivir a la inclemencia cibernética, han encontrado a cambio una manera de cubrirse muy confortablemente el riñón. Se han dicho a sí mismos: “Lo que la musa nos negó, y el mercado nos escatima, tomémoslo del contribuyente”, y han evacuado el proyecto fenicio este del canon digital. Qué quieren, el mantenimiento de un yate comunista como el de Ana Belén no se paga así como así, y a Ramoncín no otra cosa que la guita puede curarle su tenaz melancolía. ¿Quién no se ha bajado del eMule Litros de alcohol? Nadie recuerda el nombre del álbum que contenía este animoso himno etílico de la movida, pero cualquiera podría tararear su primera estrofa. A quien tan impunemente vulnere la propiedad intelectual de Ramoncín, ahora la SGAE, némesis del internauta y numen de los artistas sin público, castigará en el nuevo órgano de la sensibilidad musical: el bolsillo.

La latinista Carmen Calvo, que no será André Malraux pero sí ministra de Cultura, defenderá en el Congreso el anteproyecto de ley del canon, el último avatar de usura progresista consistente en que si usted quiere comprarse una regrabadora de DVD´s tendrá que añadir a su precio de mercado exactamente 16,67 euros, sin duda destinados a llenar el tanque de gasolina del yate bolchevique de Ana Belén. A ella, que tanto le molestan las guerras preventivas, nada la incomoda este canon que te obliga a pagar por si acaso copias.

Sin salir de la movida, Ramoncín podría dirigir su finísimo oído a la compañera Alaska -cada día con más fans y mejor cabeza-, que ha dicho que ella no es fabricante de discos como para preocuparse de que se chafe el tinglado, y que ya encontrará manera de distribuir su música mientras sepa hacerla y se la pidan. Alaska celebra además que a través de la Red puedan oír sus canciones personas que de otro modo jamás accederían a ellas, porque sabe que así está ganando asistentes a sus futuros conciertos.

Desde la factoría del triunfo en lata, el letrado David Bisbal, que no había nacido cuando el primer grupo de Alaska se disolvió, asevera: “Si ilegalizaran programas como eMule o LimeWire se salvaría la música”. Patadas voladoras al margen, nosotros responderíamos al intérprete y jurista latino que rebanando libertades lo que se salvaría no sería la música, sino su discográfica, esa que cree tan poco en su talento que necesita vestirle el hábito de censor para demorar su ocaso inexorable, y entretanto seguir embaulando ese 94% que se llevan de cada copia vendida. Lo único que garantiza poder vivir de la música, corazón latino, es el talento; pero en tu expendeduría de artificios se les ve el cartón a la vuelta de un lustro, año arriba. Cenizas y cocoteros aparte, a un tal Keith Richards, guitarrista de un grupo llamado Rolling Stones, no creo que le importe que medio mundo se haya bajado sus temas, porque les pagan sus conciertos hasta si no salen a tocar.

Que los soportes que conocemos se extinguirán es una predicción demasiado sencilla como para atribuir algún mérito a su formulador, pero decir que la música se irá con ellos es como aquella profecía de que la televisión mataría al cine, menudo lince. La técnica cambia, pero la necesidad de música pervive desde que el último pitecántropo y primer percusionista batió dos troncos y acompañó con regüeldos un atracón de lomo de mamut. Que la calidad del producto, a la vista del top-ten actual, haya mejorado en el viaje de la historia, es harina de otro costal, como dijo la amante del panadero.

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