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Domingo Ortega: el arte del toreo y el color verde

Julián R. de la Pica

El toreo es el conjunto entre el toro y el torero. El torero ante el toro tiene que pensar, torear y poderle. Nadie, ni antes ni después de él toreó con más seguridad; más lento y más puro. Los aficionados, los que le vierontorean, recuerdan sobre todo su manera de hacer el toreo con el capote. Su planta quieta ante el toro; le em-barcaba de frente, con un suave y lento ritmo que parecía que toreaba con desmayo. El capote por delante para llevar embebida la embestida y prolongarla hasta el final del recorrido, inclinando el cuerpo hacia delante y así cargar la suerte. Para cargar la suerte hay que adelantar la pierna contraria; y en su recorrido del toro hay que acompañarle con el cuerpo hacia delante.

Triunfar y ser figura del toreo en los años 30 no era nada fácil; él lo fue, como también con el medio toro de la posguerra. Cuando ya no es imperativo el dominar y el poder con los toros, Ortega con su toreo suave, con esa lentitud, ligaba las faenas en un palmo de terreno. Nadie pudo imitarle en su toreo. Fue distinto a todos, con el toro brusco y con temperamento le podía sin esforzarse, y con el suave hacía el toreo puro y cancioso, que nadie más hizo.

Según el Maestro Ortega, con el dilema de impecable sencillez: “O mandas tú o manda el toro… en los toros cuando no se va `palante´, se va para atrás” ¿Se puede mandar sin cargar la suerte? Evidentemente no. Esta norma de cargar la suerte es lo esencial del toreo.

En la conferencia que pronunció Domingo Ortega en el Ateneo de Madrid “El arte de torear”, ha dado mucho que hablar y discutir. Su disertación es de permanente actualidad, del clasicismo en el arte del toreo puro. Lo fundamental es: “Si tenemos delante a un animal al que hay que someter y poder, la forma clásica y principal será parar, templar y mandar”. El Maestro añade un nuevo término: cargar la suerte “alargando el mujetazo al mismo tiempo por si va profundizando”. ¡Qué pocas veces vemos hoy en las plazas cargar la suerte!

Para Domingo Ortega el color verde fue el fario de su vida en los ruedos. En una de las primeras novilladas en la plaza de Tetuán de Madrid, ya en los finales de la temporada de 1930, Domingo alquiló un vestido verde y oro. Estaba flamante y tan nuevo como el neófito de Borox, que ya no era un chaval con sus veintitantos años. Domingo, con el apodo de “Niño Orteguita”, había rodado por esos pueblos entreteniéndose en la lidia de morlacos resabiados y capeados.

Domingo salió ese día de Tetuán, mitad pueblerino de esa barriada cercana a Cuatro Caminos, y cuando se abrió de capote en su primero y, nada más abrirlo, se lo quitó el novillo enganchando al torero por la taleguilla. El deslumbrante vestido verde y oro quedó hecho unos zorros, lo mismo que el torero, quien pasó a la enfermería molido por los vertazos propinados por el morucho cornalón. Tan molido tenía el cuerpo como destrozado el vestido verde. Al verle un paleto de su pueblo le comentó con sorna: ¡Anda Dios cómo te ha dejado el toro! ¡Si pareces totalmente una berenjena picante!

Más de diez días le duraron los golpes a Ortega, los efectos y la rabia del comentario de su paisano de la berenjena. Y se quejaba y maldecía la ocurrencia de aquel paleto malintencionado de su pueblo.

No sé qué me pasa, que cuando veo algo verde me estremezco de pies a cabeza. Menos mal que los toros no tienen la piel verde, le dijo un amigo a Domingo.

Razón tenía el que me dijo que el color verde daba mal fario, aunque otros digan que el color verde es el color de la esperanza. Jamás se puso un vestido verde en su larga carrera taurina.

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