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De antros: despedidas y reencuentros

Víctor Vázquez

Ha cerrado el bar Gran Vía rebelándose, con el nombre, de estar en una trasera de la calle de su bautizo, y en la que le hubiera gustado estar. Daba lo mismo. Nadie lo conocía así, era el bar de Benny: antro consagrado a la copla en cassette, antro freaky, marginal y farandulero al que se escapaban los actores y demás satélites teatreros y teatrales a tomar una cervecita rápida por la puerta trasera del Teatro Lope de Vega. De hecho, yo lo conocí a través de Javier Gallego y su musa Pilar Barrera, espectacular actriz descubierta a mi asombro después de verla, junto a Carlos Hipólito y Valladares, en Historia de un caballo: un musical basado en un cuento de Tolstoi dirigido por Salvador Collado. Un musical de verdad y no los horrores que nos venden como tales.

Benny, siempre detrás de la barra: una trinchera que nunca abandonaba, contaba que una vez tuvo un camarero que hace tiempo se marchó a por tabaco y nunca volvió, cantaba el record de cervezas que se iba batiendo por las mesas e informaba de que las propinas eran para los helados de su familia en su próximo verano en Benidorm. La rutina era de lo más simple: auto-servicio de botellines con dos arcones frigoríficos y abridores desperdigados por todo el local, que estaba forrado de fotos de clientes, artistas e indefinibles, como el altar visual homenaje a Leonardo Dantés ¡terrible!

En Coruña -mi otra ciudad- ha cerrado El crápula: antro en penumbras que alardeaban de ser el local comercial de la ciudad que menos pagaba a la eléctrica de turno, último refugio de tribus de todo pelaje: rockeros, punkies, siniestros…, que escapaban del "bisbalero Orzán", como alguien lo definió muy bien. Un reducto de buena música en el medio de la "pequeña Caracas", que es en lo que se ha convertido la zona, y en la que sobrevive el Jazz Filloa, creo que ya sin piano. Allí escuchaba a los Ramones y alguna vez me crucé con Yolanda Castaño, muy interesante poeta, en su época más Aleister Crowley.

Por suerte, he vuelto a encontrar un local que descubrí hace años, callejeando sin rumbo por Madrid, y al que le había perdido la pista a pesar del mapa que hice para tenerlo controlado. Lo sé, una imbecilidad, pues sería más fácil apuntarse el nombre y la calle como he hecho esta vez, tres años después: se llama Underblue y está en el cruce de la calle del Pez con la calle Minas. Música blues, sillones desvencijados, sin duda algunos cogidos de la calle antes de que pasaran los traperos, mesas compartidas, una infusión de hibisco tocada de absenta que está deliciosa, marcos sin cuadro por las paredes -algo que sólo había visto en casa de Liébana-; en fin, un nuevo antro que me acoge.

Terminé la noche de mi reencuentro por Huertas: salmorejo en la España cañí, una caña en Casa Alberto, sitio recomendado en guías de Madrid, y que si no te ven mirar la carta, pasan de ponerte una tapa para que dejes pronto el sitio a otro -si es turista, mejor- y por último una botella de verdejo en el café Central, que sí conserva el piano.

 

 

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